domingo, 29 de abril de 2018

KILOS

Era delgada. De niña. En la adolescencia envidiaba las tetas de las compañeras más rellenas, sus culos prietos y respingones. Seca. Los pezones adheridos a las costillas y las nalgas hundidas. Ahora me acuerdo. Con la adolescencia, mi apetitio mejoró. Encontré placer en comer. Un placer que aliviaba las penas que menudeaban. La tristeza se pagaba con pan y chocolate, la melancolía con nutela, los sinsabores con mermelada de fresa y la desazón con cacahuetes y patatas fritas. Ya no era delgada. Algunas zonas de mi cuerpo no cabían en ropa que solía ponerme. Mi madre me dijo que tenía que ponerme a dieta. Yo. Yo soy...era delgada. Nunca había hecho dieta. Imposible hacer dieta. Si no dieta, ejercicio. ¡Qué pereza! ¡Qué fatiga!¡Qué cansancio! ¡Qué dolor! ¡Qué hambre!El frigorífico. Los estantes en la cocina. Nutela, patatas y frutos secos. Un litro de cocacola y de postre flan. Kilos. El cuerpo ensanchaba, se insuflaba en los brazos y los muslos, plegando la piel entre los flóculos de grasa.La ropa, mi preciosa ropa no me cabía. pero no era importante. Siempre tenía calor. En invierno y en verano. Mucho calor. Tenía que beber a todas horas. La cantidad de agua superó todos los límites, meaba cada diez minutos. Me analizaron la orina y descubrieron que era diabética. No pasaba de ahí. Una solución. Eso pensaba mi madre. Un balón o una cirugía de bypass. ¿Y la comida cuando?. Adelgazar para qué. No poder comer. Olvidarme del único consuelo que me quedaba en mi vida todavía corta. Me llevaron al mejor especialista, al Dr Luján. Garantizaba reusltados, un estómago como el de un bebé. No necesitaría comer. Eso me puso triste. Compré una bolsa de patatas extragrande y me senté en el sillón de la esquina del salón a comer. Puñados de patatas que se convertían en dos giros de la lengua en una masa salada llena de azúcares y sabores. Deglutía y otra más. El sillón se se quedó pequeño. Un día a la vuelta del baño, un brazo se quebró, con el la pata y el sillón colapsó, todo. Menos mal que no me rompí nada. Rulé unos metros, me apoyé en el marco de la puerta y conseguí levantarme por mi misma. Mi madre acudió. Le pedí otro sillón parecido, pero más grande, a mi sillon favorito . Se negó. Antes debía adelgazar cincuenta o cien kilos, como si eso fuera fácil. Me contenté con un taburete por el que chorreaba la grasa de mis nalgas y la de mis muslos cubiertas por mi túnica eterna. Mis sobrinos empezaron a pasar el día en casa cuando mi hermano se quedó solo. Los niños pequeños se sentaban sobre mi, me alimentaban, se dormían sobre mi cuando buscaban el calor en los días fríos. Er aagradable. Me estaba convirtiendo en un sillón. Si se dormían me levantaba y los acostaba, pero depués mis rodillas ya no me permitían levantarme y permanecía día y noche sentada en el taburete que se había acoplado a mi cuerpo como un piercing enorme. Un día llegaron los niños corriendo. Un portazo. Corrieron hacia mi, saltaron sobre mi regazo, estaba dormida, no los esperaba y me golpeé la cabeza contra el aparador a mi espalda. Lloré de dolor. Los niños se asustaron. No les dije nada ni siquiera cuando perdía el control de mi cuerpo. No notaba nada, las fuerzas se diluyeron, incluso dejé de ver. Solo podía escuchar y asi sentir un corazón que se fue parando. Pero seguí oyendo. Nadie en la casa se extrañó de mi inmovilidad. Los niños se acostaban sobre mi y a veces pasaban toda la noche confortables entre mi grasa mullida, pero no comía, y no porque no estuviera triste, no podía, me moría de hambre y no podía comer. Pasaron los días. Los niños dejaron de acostarse sobre mi porque no encontraban la postura en un cuerpo que se consumía. Cuando los niños dejaron de usarme, ya no serví para nada. Un sillón de una tapicería tan arrugada con un solo pie de un taburete incrustado era un diseño horrible. Ni los niños ni mi madre parecían recordar que en un tiempo ese mueble fue su hija y fue su tía. Llamaron al teléfono que había junto a los contenedores para que pasaran a recogerme. Me dejaron junto al contenedor de basuras a las ocho. Varias personas, algunas horribles, se interesaron por unos muebles de segunda mano que se pudieran reciclar. Nadie se decidió. Alguno incluso me pellizcó. A las nueve un vecino de otro bloque bajó un frigorífico. La puerta medio descolgada se abrió. desvencijada y retorcida tenía un bote de nocilla volcado en una se sus lejas. El contenido, flluido por el calor goteaba y caí directo sobre mi cabeza, chorreaba y se intrroducía entre mis labios. Ese sabor a chocolate, aunque pasado y un poco ácido comenzó a reanimarme. Tuve algunas sensaciones en los brazo, y en las piernas. Una vuelta a la via aunque algo más delgada. Llegó el camión. Los operarios cerraron la puerta del frigorífico y la ataron con cinta de carrocero para que no se volviese a abrir. Me quedé más débil y más desilusionada, mi regreso a la vida se había visto frustrado. Nada me interesaba ya.

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