sábado, 9 de diciembre de 2017

EL PISO

Novecientos treinta y siete. Exactos. Ni uno más ni uno menos. Y sin contar dos trasteros y cuatro bajos reacondicionados que habían hecho pasar por pisos. Varias semanas, varios meses en realidad y acercándose al año. En la mayoría no había pasado del hall. Abrir la puerta husmear y echar a correr escaleras abajo o si el ascensor estaba en el descansillo de la planta, bajar por él. sin pensar, sin despedirse del propietario o del agente inmobiliario. En la calle debía vomitar o intentarlo, dejar brotar las arcadas que le producía tal cúmulo de sensaciones. Fue tan fuerte en una ocasión, que simplemente con teclear la información le desencadenó el cuadro más intenso.

No sabía que le pasaba eso. Siempre había vivido en un mismo lugar al que había llegado directamente desde el vientre de su madre y de su propio parto nadie recuerda nada. Fue un parto normal y sencillo. Fue un niño sano y se comportó con bondad. Una crianza sencilla llena de sensatez. Pero tocaba la universidad. Fuera de su ciudad. No había otra. sí una residencia de estudiantes, pero el barullo, el trasiego de personas, los horarios impuestos le aturdían. Un piso en soledad , sin duda, la mejor opción. Pero iban novecientos treinta y siete sin trasteros y sin garajes.

Le habrían la puerta, si el producto no era muy bueno el vendedor se ocupaba en las virtudes antes de abrir, si el precio era muy alto callaba y esperaba el efecto deslumbrante del interior antes de hablar de dinero. La primera vez fue una sorpresa. No sabía en realidad que ocurría cuando el ambiente se hacía denso, se enturbiaba, a veces, si era de día la luz era de la noche. Brillos luces, sonidos, chirridos chasquidos sin orden, superpuestos como varios aparatos de voz hablando al mismo tiempo. Al principio una amalgama de sonidos y luces que le mareaba y tenía que salir. El vendedor le preguntaba y él negaba con la cabeza y salía. Poco a poco, las luces, los sonidos, las sensaciones se iban concretando, llegó a identificar formas, llegó a reconocer palabras. Después de una treintena de casas ya sabía que lo que veía eran escenas de una vida cotidiana ajena a la suya. Personas que hablaban, gatos perros que corría por el pasillo o comían en los rincones de la terraza. Personas que gritaban, discutían hablaban o hacían el amor sin sentir su presencia. Poder convivir con las imágenes pululando a su alrededor se le hacía insufrible y su cuerpo, su cabeza, su frente, sus intestinos se revelaban y corría.

Un vendedor,bien informado de su solvencia y por puro prurito profesional se atrevió a preguntarle directamente sin rodeos  por lo que le ocurría. Se sinceró. Le dijo que veía las imágenes que escuchaba los sonidos que se mantenían en las casas y que eso le hacía totalmente imposible pensar simplemente en vivir allí. El vendedor no parpadeó. Asintió y dijo entonces la solución es fácil. Tenernos vivienda nueva que también le podemos ofrecer en otras zonas. Claro como no había caído en solicitar que le mostraran viviendas que no eran usadas.

En las afueras de la gran ciudad en barrios a medio hacer. Llegaron a una torre de doce plantas. Séptima izquierda. Puerta blindada. Olor a pintura y madera en todo el edificio. Acabados impecables no como en los tiempos de la crisis. Abrió la puerta. Era medio día y la luz se puso como a media noche. La voz y la figura del vendedor se difuminaron. No sintió la necesidad de huir. A su lado una figura negra, un hombre encapuchado registrando cajones. Al fondo una puerta. Se encendió una luz detrás de la puerta. De la puerta salió él mismo. Se encontró cara a cara con el ladrón. No se sorprendió de verlo como si ya supiera lo que iba a seguir. Sin una sola palabra el ladrón disparó. Él calló al suelo sangrando. Volvió la luz de mediodía. Hacía calor. El vendedor le preguntó qué le parecía la casa. Él le respondió me la quedo.


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