lunes, 11 de diciembre de 2017

EL CURA

Desde el púlpito veía las cabezas de todos los feligreses. Podría cerrar los ojos y repasarlas de memoria. Cada día las mismas personas en los mismos asientos. Ancianos jubilados en su mayoría. Algún retrasado. Le costaba encontrar la motivación para la homilía. Intentaba no repetirse por respeto al Dios cuya fe le había llevado a hacerse sacerdote. Predicar Su Palabra. Un momento le emocionaba, cuando bajaba a dar la comunión. Descendía los tres escalones despacio para no tropezar con el borde del alba fijado por una casulla que le estaba grande. Se situaba en el centro del pasillo y miraba a sus feligreses ingerir el cuerpo de Cristo. Se volvían y se arrodillaban o permanecían de pie. Siempre igual, menos esa semana.

Un feligrés nuevo siempre es una fiesta. Un muchacho algo menor de su edad. Con pelo anillado y ojos claros. Se puso en cola, casi el último, para comulgar. Llegaba con la cabeza agachada, el pelo anillado quizás disimulando una tonsura precoz. Levantó el rostro, abrió los labios, poco, mostró ligeramente la lengua y abrió un instante los ojos, azules grisáceos, sin llegar a levantar el rostro lo miró. Se fijó en su barba de tres días de pelo negro y recio. Apartó la mirada.Se dio la vuelta y volvió a su asiento donde se arrodilló. La anciana que le seguía tuvo que demandar la atención del cura para recibir su comunión. Se disculpó y la entregó. Volvió al altar y tomó su propia comunión. Limpio la bandeja y el cáliz y los guardó en el sagrario. Esperó el silencio de la meditación después de la comunión. Terminó la misa y los despidió. Lo vio salir. La escena se repitió todo el mes. Idéntica. Salvo en su interior. Palpitaciones, sudor,  temblores, la lengua se le trababa al mirar esos labios y esa lengua apenas insinuada. La misma lengua y los mismos labios, la misma cabellera anillada que le acompañó en sus sueños. Estaba pecando de pensamiento. Lo sabía. Y estaba agravando su pecado cuando no lo confesaba al otro sacerdote de la parroquia. Y estaba agravandolo en su conciencia con su secreto. Anhelaba la misa del día  siguiente. Ansiaba dar la comunión y ver esos ojos, esos labios y esa boca que le estaban prohibidos. El secreto le hacía sentirse solo. Llegó la Semana Santa, ni los cofrades, ni la música sacra ni las procesiones le sacaban de una sensación cada vez mayor de soledad. Soledad entre gente, entre multitudes de devotos. Su secreto no compartido ni siquiera con el objeto de su deseo le hacía sentirse solo. Pasó la Semana Santa. Despertó el Domingo de Resurrección. No había dormido. Era un día alegre.Vistió la Casulla rosada. Se miró en el espejo para atusarse. Se arrepintió de la presunción. Entró en misa. Los feligreses se pusieron en pie. El agachó la cabeza. Antes miró el lugar donde solía estar el muchacho y no estaba. Cerró los ojos. Más fuerte que en otras ocasiones. Los abrió. Miró a los feligreses. Miró la iglesia. Miró las vidrieras. Los santos en sus hornacinas. Abrió y cerró los ojos. Se asustó. Todo y todos, los hombres y las cosas se mostraban a sus ojos en una escala de grises, sólo percibía el color en las ropas y en su propio cuerpo. Celebró la misa. Dio la comunión, pero le faltó el feligrés más esperado. Terminó la misa, se cambió y salió al parque. En primavera recargado de flores, que a sus ojos reducían su cromatismo a una triste escala de grises,  sus zapatos sin embargo eran marrones, sus calcetines azules, su jersey amarillo. El cielo Gris, las montañas negras, la noche y el día anécdotas. El mundo gris a la escala de sus ojos. Un castigo. Una condena y  un alivio. Prefería que el recuerdo de esos labios, de esa lengua insinuada y los ojos quedase en colores, antes que hubiese vuelto a su iglesia en un mundo gris para sus ojos.

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