lunes, 26 de diciembre de 2016

ESPEJO CONVEXO

Cuando llegué a la esquina vi por primera vez la imagen. Antes de amanecer había salido a pasear a mi perro. No le apetecía. No me dejó ponerle el arnés hasta que no abrí la puerta y dio por hecho que me marchaba. Sólo entonces se apuró. Galopó hasta el ascensor haciendo molinillos con el rabo. Hacía frío. El día anterior había llovido. Y los cuatro días anteriores. Un diciembre de récord. Cambiamos la ruta para evitar lagunas donde antes había tierra y cacas de perro. A esa hora cuando aun no había amanecido podíamos escuchar los ecos de mis pisadas y el tintineo de las suyas. Con el primer rayo de sol un gallo. Después dos o tres vehículos. Conductores somnolientos por el lastre de una noche de juerga o un madrugón para trabajar. Aquella imagen se había producido cada vez que había pasado por aquella esquina, pero no la había visto. El casco antiguo tiene las calles estrechas. Cruces imposibles para vehículos largos. Para permitir la visibilidad más allá de la esquina un espejo convexo a unos dos metros. Nunca me había detenido hasta hoy cuando mi perrito alzó la pata trasera para regar la esquina de enfrente. Lo miré por si decidía aliviarse y tenía que retirar sus cacas. Enfrente de la esquina, observándome como un ojo extraterrestre estaba el espejo. Me detuve. Se detuvo el perro. Miramos nuestro reflejo disminuido en el cristal. La imagen de un hombre con un chándal raído, un perro blanco apostado en una esquina de paredes desconchadas y restos costrosos de cal. Una imagen deformada, enana, gruesa en el centro y más delgada en los márgenes superior e inferior. Mi perro y yo. Esa era la imagen. Nuestro reflejo sobre  la lente. Una imagen ordinaria en la valoración subjetiva de la convexidad de un cristal. Una imagen de circo. Una imagen que yo y creo que mi perro era la primera vez que veíamos. Una vez la contemplé no podía dejar de mirar. Quedé quieto y mi perro junto a mi. Pasó un rato y cuando quise moverme mis pies no me respondieron. Ni un milímetro. Mire el suelo. Mi mirada no se movió ni un grado de la dirección del espejo. No podía moverme. Quieto en pie, podía ver mi reflejo deformado junto a mi perro que tambien estaba quieto. Incluso el rabo había dejado de agitarse. Pensé en las parálisis del sueño, esas parálisis que acontencen como en una pesadilla en momentos de duermevela. Yo estaba despierto. Había maseugada para pasear a mi perro en un día frío y húmedo. El frío sí que lo sentía. La brisa que se me colaba por la nuca me estaba erizando la espalda. Por el borde del espejo se acercó un bodeguero blanco. Le olió el culo a mi perro que no le respondió al cumplido. dio dos o tres vueltas blandiendo el rabo. Se me acercó y me orinó la pata del chándal. El orín traspasó el tejido y me goteaba por la pierna, empapaba el calcetín y me llenaba de humedad y calor el pie. Se perdió por el lado contrario del espejo por el que había llegado. LLegaban dos ancianas "Buenos días Antonio ¿te toca a tí hoy pasear el perro?" Intenté contestar pero la lengua como los pies no respondió. "Qué tontico que se ha puesto este. Todos los médicos igual. Al principio agradables, pero luego se les sube y ni saludan" Si hubiera podido hablar les habría dicho que soy una persona sencilla que no les he devuelto el saludo porque estoy paralizado por la mirada de un espejo. No sabía cuanto podía durar esto.  Quizás fuera algo definitivo. No,, alguien lo advertiría, no era invisible, alguien pensaría que un hombre y su perro paralizados delante de un espejo convexo no es una escultura, al menos en un pueblo pequeño, en Madrid o Barcelona quizás. Como podría avisar para reclamar ayuda. Un niño con gafas gruesas de montura roja. "Hola Coco" Conocía a mi perro. Pero el perro quieto. Me miró. Parpadeé. "Estais haciendo el maniquí" Se quedó quieto con nosotros, mirando al espejo. Me aterraba la idea de que nuevos vecinos se fuesen sumando a la parálisis. "¿Pero quien echa la foto? No hay nadie echando la foto. Me voy. Adiós coco. Pásame el balón Luis" Un chasquido y el cristal convexo saltó hecho añicos. El paso que había ordenado se anduvo. El hola que había dicho se dijo. El rabo de  mi perro comenzó a agitarse. Volví a casa. "Has llegado tarde. Nunca me contestas cuando te hablo" Esta vez no.

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