miércoles, 6 de junio de 2012

LA PIEDRA FILOSOFAL


Ya no podía soportarlo. Se retorcía de un lado a otro de la cama. Sudaba con el rostro demudado en una mueca de dolor. Jadeaba. En el momento máximo, cuando se encorvaba como un arco, una náusea, dos arcadas y algunos espumarajos sobre una zafa. Cedía pero seguí la pesadez en el costado y el pinchazo en el testículo izquierdo.

“ES un cólico nefrítico” El médico del 061 cogió sus cosas y se marchó después de suministrarle un calmante. Se iba en cinco minutos y habían tardado dos horas en llegar. “¿Me va a dejar así?” “Le hemos puesto un calmante” “Como ayer” “Creo que sí” “ Y si no cede” “Se tendrá que acercar a urgencias para que le pongan sueros y algo más fuerte” “¿No me pueden llevar ustedes?” “Tenemos más visitas. No es una urgencia vital. Lo siento”. Después fue al baño. Orinó, primero gota a gota y luego un chorro. En el fondo de la taza brillaba arenilla. Tiró de la cadena y se acostó aliviado.

El urólogo, días después,  explicó que no es lo mismo producir cálculos de oxalato, con los que hay que cuidarse de algunos vegetales, que de ácido úrico que te obliga  a evitar el alcohol y las gambas. Cuando le entregó el análisis de orina, vio la perplejidad en su rostro. No supo leer si se iba a quedar sin vegetales o sin gambas. “¿De qué es el cálculo doctor” “Oro” “¿Oro?” “Y con eso ¿qué tengo que dejar de comer?” “Oro” repitió el urólogo que no le había escuchado. Lo miró. Tenían que hacerle unos estudios de urodinámica. Aquello consistía en meterle una sonda por el pito y hacer lavados. Le citaba cada 3 o cuatro días y así dos meses. Hasta que un día por la rendija del baño vio al urólogo pasando su orina por un tamiz y guardando el sedimento. Dejó de ir. Un urólogo con la fiebre del oro no le apetecía. No tomó la nueva cita. Le llamaron insistiendo que volviera pero no lo hizo. Lo comentó con su novia. Le pareció que era una buena idea la del urólogo. Cada día le invitaba orinar y el sedimento lo pasaba por un tamiz. Lo llevó a un joyero amigo quien confirmó que se trataba de pequeñas pepitas de oro muy puras. Aquello elevó su nivel de vida, pero acabó con su relación. De su novia se había apoderado la extraña fiebre. No sabía como en la calle los vecinos también comenzaban a mirarlo raro.

Volvieron los dolores más intensos . Se moría. Las pepitas eran cada vez más grandes. Entre una y otra andanada del dolor llamó a urgencias. En quince minutos el médico del 061 estaba allí y fue muy amable. Le cogieron un suero para forzar la producción de orina, le añadieron diuréticos y le sondaron.  Recolectaron dos bolsas con su sedimento y se las llevaron. Le pusieron morfina y quedó dormido y tranquilo. Casi no le oyó cuando el médico se despidió “Llámenos siempre que nos necesite” En su duermevela pudo leer la codicia en su mirada.

Despertó con resaca y desesperado por esta maldición que le hacía sentirse como ganado de lujo. El sufría para satisfacer la ambición de otros. El no quería el oro que producía sino sanar. 

Antes no estaba enfermo, debía ser algo adquirido, algo que comía. Reflexionó. Le parecía hacer una dieta equilibrada, pero decidió apuntar lo que comía. A la semana repasó el diario y comprobó que comía y cenaba lentejas cada día, estofadas, en crema o en ensalada, frías o tibias o calientes, pero siempre lentejas. Las lentejas. Aunque las anhelaba, no las volvió a tomar. No volvió a tener dolor. 

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